Llorar es vaciarse

¿Qué nos querrá decir el llanto? ¿Qué historias se esconden atrás de una lágrima? O de un mar de lágrimas. Hay una línea delgada entre llorar de felicidad y de dolor. Pero cuando las lágrimas corren por las mejillas parecen casi lo mismo. No lo son.

Llorar es vaciarse

¿Qué nos querrá decir el llanto?

¿Qué historias se esconden atrás de una lágrima? O de un mar de lágrimas.

Hay una línea delgada entre llorar de felicidad y de dolor. Pero cuando las lágrimas corren por las mejillas parecen casi lo mismo. No lo son.

Apenas van las primeras semanas de 2024 y he llorado mucho. Del llanto triste y del feliz.

Del llanto que se confunde

La última vez que lloré estaba en el auto, escribiendo esto:

Mi tío nos contó en el brindis de fin de Año Nuevo que el papá de su amigo murió.

En el velorio, su amigo estaba llorando y mi tío se acercó para darle consuelo. Entre lágrimas su amigo le confesó que no lloraba porque su padre hubiera muerto, sino porque nunca lo conoció.
Nunca se sentaron a platicar.
Nunca se dijeron un te quiero.

La historia me conmovió tanto que durante la fiesta le pregunté a mi abuelito a dónde quería ir y me dijo que a Zacatlán de las Manzanas. Lo llevé. Y también a mis papás.

Porque no quiero que cuando ellos ya no estén (o yo me vaya)… No quiero arrepentirme de no saber lo mucho que mi abuelito ama las cascadas. Tanto, que a pesar de sus piernas cansadas es capaz de subir y bajar escaleras para verlas de cerca, hasta se alza de puntitas.

No quiero dejar de ver a mi abuelita, con sus problemas de cadera, casi correr para alcanzar la misa de las 8. Quiero saber que ama los tamales y quiero ver cómo es capaz de hacerse amiga de cualquier vendedor.

Quiero que me cuenten las historias de sus papás, porque son la mejor fuente que tengo para conocer a mis bisabuelos.

Quiero escuchar a mis papá platicando con sus padres, porque sé lo mucho que mi mamá daría por tener una plática más con los suyos. Pero ya no puede.
No puede hacerles preguntas, ni reír con ellos.
Y yo tampoco.

Cuando me falten mis padres o mis abuelos, voy a llorar muchísimo. Voy a llorar porque ya solo los podré ver en sueños. Porque voy a extrañar el tiempo que pasé con ellos. “El verdadero oro”, como dice mi papá.

Quiero todo, menos arrepentirme un día de que nunca los conocí.

Esa tarde, cuando iba a dejar a mis abuelos a su casa, mientras estaba en el auto, me puse a llorar. Porque por un minuto pude ver la escena desde fuera. Tres generaciones en un mismo auto.

Por un instante me sentí muy afortunada de estar ahí. La emoción era tan grande que comenzó a desbordarse. Y me vacié llorando.

Estaba en un auto. Los paisajes no eran avasalladores. La situación no era extraordinaria. Pero estaba llorando en silencio mientras sonreía.

Del llanto feliz

La primera vez que lloré este 2024, fue en los primeros minutos del año.

Durante la fiesta de Año Nuevo, mi hermano le pidió matrimonio a su novia. Estaba en medio de su brindis cuando dijo “creo que este es un buen momento para preguntar esto”. Soltó el micrófono y caminó hacia ella.

En ese momento, todos lo supimos.

Cuando se hincó, mi nueva hermana se puso a llorar. Y como lágrimas espejo, empezamos a llorar todas. Yo, mi mamá y hasta mis tías.

La conclusión es inequívoca:

Las lágrimas pueden contagiarse. La felicidad puede contagiarse.

Y la fuente más sencilla e innagotable para obtener felicidad, es contagiarse de la felicidad de otros.

Del llanto triste

Del llanto triste no voy a escribir, porque todos sabemos cómo se siente y porque todos nos hemos vaciado ahí alguna vez.

Yo cada que necesito vaciarme, me doy permiso de llorar.

Del llanto que sea.


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