Aprender a manejar a los 30

Aprender a manejar me ha tomado más tiempo que a la mayoría de las personas.

Aprender a manejar a los 30

Aprender a manejar me ha tomado más tiempo que a la mayoría de las personas. En parte supongo, porque a menudo huyo de las responsabilidades que conllevan a consecuencias irremediables. Como traer una máquina gigante con la que pueda matarme, o peor aún, matar a otras personas.

Si le sumamos a eso que la forma de enseñar de mi papá consistía en una serie de gritos y yo tenía una nula tolerancia a la frustración, teníamos la receta perfecta de la parálisis.

A mis 15 años, ni él ni yo, nos tuvimos la paciencia necesaria para seguir adelante.

Así decidí que manejar era una habilidad que iba a postergar hasta comprarme mi primer carro. (Después del trauma de chocarle el auto a mi papá dos veces, y ambas sin que yo fuese al volante. Pero dejemos eso para otro blog).

Finalmente, con mis ahorros, logré comprarme de contado el carro que quería en 2021.

Así pasé más de un año con mi conductor designado de confianza: mi novio. Quien tampoco sabía manejar muy bien, pero después de un mes ya era capaz de llevarse el auto de la Ciudad de México hasta la primer playa de Veracruz con una serenidad envidiable.

Cuando me despidieron, hice una lista con las cosas que quería hacer antes de sumarme nuevamente a la vida laboral. Manejar fue la primera cosa que escribí. Después de todo, si estos años he avanzado en algo es en incrementar mi tolerancia a la frustración.

La vida me ha enseñado que no todos te van a hablar bonito y con paciencia; y últimamente me ha enseñado también que no tengo por qué aceptar en silencio que alguien me grite o me trate mal. Y sobre todo, que no tengo que cerrar los ojos y soltar el volante para quejarme.

La aventura comenzaba de nuevo, 15 años después. Y los protagonistas, éramos otra vez, mi papá y yo. Parecía que la vida lo hubiera acomodado todo igual, como la maestra estricta que no va a perdonarnos la materia, aunque nos reviva viejos traumas.

Apenas arranqué el carro, comenzaron nuevamente los gritos adentro. Pero esta vez, lo tenía claro: me cuesta mucho trabajo aprender cuando alguien me habla mal y tengo el poder suficiente para señalarlo y platicarlo.

-Papá, no me grites. Estoy a un lado de ti. Te estoy escuchando.

Con esas palabras, comenzamos una relación diferente en nuestras clases de manejo. Yo entendí que esa era su forma militar de comunicarse. Y él entendió que yo no aprendo a gritos. Ambos hemos cambiado mucho.

Al día de hoy hemos pasado más de 3 horas juntos en el carro mientras yo voy al volante. No sólo lo hemos soportado, hasta lo hemos disfrutado.

A pesar de mis horas de práctica, siempre había alguien vigilándome hasta que llegó EL DÍA.

EL DÍA  

Me llegó un correo sobre una tarjeta de crédito que me tiene hasta la madre. Y parecía que la única manera de arreglar el percance con la tarjeta era ir al banco.

No encontré a nadie que me pudiera acompañar en ese horario, así que decidí hacer lo más adulto que pude: agarrar las llaves e irme manejando sola. Eso que es rutinario para algunos, pero que para mí era el cliché de la adultez: manejar al banco para arreglar un problema que venías postergando con una tarjeta de crédito.

Era un trayecto de 20 minutos y mi única misión era: no chocar, no morir y no aplastar a nadie. No podía ser tan difícil.

En las primeras vueltas me faltó decisión para meterme en los carriles ocupados por otros autos. Así lo convertí en un trayecto de 30 minutos. Cuando se me pasaba una salida, decía “no importa, ya daré vuelta en la siguiente”.

Por varios momentos sentí que ya no quería seguir avanzando. Y mi mente estaba tentada por reclamarse a sí misma el haberse aventado al volante sin supervisión. Pero no había tiempo para desviar la atención.

Tenía que concentrarme en la tarea: no matarme, no matar, no chocar, llegar al banco, y todo eso, con la menor cantidad de mentadas de madre. Hacia mí, hacia los otros autos, y hacia la gente del banco. Eso último no lo logré.

Dejé el auto en un estacionamiento contiguo. Las pilas de la llave llevaban un tiempo con la leyenda de “batería baja”, así que cuando apreté el botón para cerrar el carro con seguro no pasó nada. No estaba preparada para eso.

Llamé a mi novio pero no contestó. Me metí a Google y le pregunté “Cómo cierro un Sonata manualmente”, no encontré nada útil. Luego vi que era sólo cuestión de apretar un botón.

Esos 10 minutos se me hicieron eternos. Mi ansiedad llegó para hacerme las cosas más difíciles. Mira allá, me decía, esos señores en el paradero ya se dieron cuenta de que no sabes ni cerrar el carro sola.

Qué no parezca que estás sola y sin saber nada, refunfuñaba mi cerebro. Párate derecha. Erguí la postura.

Ese señor de los taxis te está viendo. Me insistía la ansiedad, mientras yo intentaba abrir el coche desde afuera para asegurarme de que estuviera bien cerrado.

Cuando llegué al banco tenía los nervios desbordados. Dejé el auto en un estacionamiento bastante concurrido en una plaza comercial aledaña. Con la ansiedad diciéndome cada dos minutos: “Y si no está bien cerrado”, “todos se dieron cuenta de que no sabías cerrar el auto y de que vienes sola”. Murmuraba. “Sola, sola, sola”.

No me voy a hacer la heroína porque no lo fui. Le mandé varios mensajes a mi novio para hacerle un resumen. Qué no estaba segura de haber cerrado bien el auto. Qué me sentía observada y que los del banco eran unos estúpidos.

Él llegó a mi rescate. Ahí se acabó mi aventura de adulta empoderada que apenas empezaba. El auto estaba bien cerrado. Nadie se lo robó. Caminamos hasta un Auto Zone para comprarle nuevas baterías a las llaves, y pasé otras 4 horas en la línea móvil del banco para solucionar el tema con mi tarjeta.

A veces la vida adulta apesta. Pero se trata de resolver, “y tú resolviste” me dijo mi novio. Supongo que tiene razón, yo resolví, aunque me haya llevado 15 años más que a la mayoría aprender a manejar.

Me concilié, una vez más, con la idea de que ser adulto no siempre significa resolver sola. A veces sí. Pero otras veces es saber pedir ayuda y establecer límites. A tus padres, a tu novio, a tus jefes o a la gente del banco.