El día que dejé de escribir
No sé cuándo dejé de escribir. Pero fue la primera vez que me perdí a mí misma.
No sé cuándo dejé de escribir. Pero fue la primera vez que me perdí a mí misma.
Después de que me despidieron, hice introspección sobre cómo estaba usando mi tiempo. Parecía como si el último año lo hubiese navegado en piloto automático, a pesar de todos mis intentos por recuperar mis hobbies y las cosas que me hacían feliz.
Pasé horas en terapia hablando de mi trabajo, de mis jefes, del cansancio mental (el burnout); pero pasé muy poco tiempo hablando sobre mis pasiones, mis aficiones, mis manías y las cosas que me hacen Isis.
Parecería que a una adicta sin adicción, ya no le queda ni la identidad. Pero yo la tenía. Todos la tenemos. Sólo que a veces la callamos. La silenciamos. Para lograr quién sabe qué. Para agradar a personas que no existían en nuestras vidas antes y que, probablemente, tampoco se quedarán para siempre.
¿A quién le debemos qué?
Cuando me despidieron me sentí como Dobby, un elfo libre al que le han devuelto su calcetín.
Fue muy extraño, cuando me llegaban mensajes de excompañeros para mandarme su más sentido pésame, explicar que sentía cierta felicidad en medio del duelo de perder el empleo. Como si me hubieran devuelto mi tiempo.
Sonaba grave o malagradecido. Y aunque parece terrible, me di permiso de sentir lo que sentía.
Escribí esto el 1 de diciembre de 2022:
Del periódico al streaming
Ya se me olvidó cómo era escribir. Ya sólo escribo en momentos tristes o solitarios. Ya no escribo por alegría ni por placer. Escribo sólo cuando se me amontona algo en el pecho y me molesta tanto que debo venir al papel o al teclado para distraer el dolor y a mis dedos nostálgicos.
Escribo sola, solo, sole.
Ya no escribo para otros. Ya no cuento historias que no sean mías. Escribo para mí, para mis monstruos interiores, para los pájaros vigías y los zopilotes deambulando el día en que no pueda escribir más.
Escribo triste porque no me acuerdo cómo escribir de otra forma. Con otra cara más sonriente, como la que pongo cada vez que alguien dice en "3,2,1" y de repente mi cuerpo sabe que está a punto de empezar el espectáculo.
Escribo como un espejo, como una cuna, como los brazos abiertos en donde puedo caer en cualquier pensamiento caótico.
No siempre evito esas olas tristes escribiendo, a veces solo sufro. Sola, solo, sole.
Después de leerme, no pude evitar reprocharme esperar para que otros me dieran la libertad que pude haberme dado antes. Pero no me atrevía. Escarbando entre mis textos me di cuenta de que las relaciones codependientes son lo mío. Es mi error preferido. Es decir, ese error que repites una y otra vez, a pesar de ti y de la conciencia sobre el patrón.
Así recordé que amaba escribir. Cuando entré a la universidad, ese era mi más grande sueño: vivir de escribir.
Que alguien me pagara por estas letras, por estos pensamientos, por compartir mi vulnerabilidad. Pinche sueño bizarro. En mi adultez lo veía ya imposible. A pesar de que trabajé en un periódico, y de alguna u otra forma, lo cumplí.
Pinche adultez: nos pone “los pies en la tierra” y se hace la ciega ante las alas de la inocencia. Poco a poco fui olvidando escribir. Me fui olvidando. Y me enfoqué en cultivar otras habilidades.
Hoy mi pluma está empolvada. Las hojas me parecen un recipiente para vomitar todas las ideas que viven en mí. Sigo sin saber si hay algún valor real en esto, pero si tú crees que sí, puedes suscribirte a este espacio.
Más allá de lo que se pueda ganar en anuncios de internet, o un libro, esto es terapia para mí; y quizá de ahí, algún otro saque valor.
This is the way.
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Recién abrí mi cuenta para que mis lectores me puedan invitar un cafecito. Escribir me gusta mucho y lo hago por placer.
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De cualquier forma, ¡gracias por leer!